Romeo era un bebé
cuando bajó como en El acorazado Potemkin, en el carrito escaleras abajo. Lo
había dejado al borde de unos escalones y desconocía la fuerza que ya tenía
para impulsarse agarrándose a una barandilla. No le pasó nada. Yo casi muero
del susto. En casa de dos amigas empezó a practicar sus subidas y
bajadas de escalones, a gatas, despacio. Recuerdo lo sorprendida que me quedé
una vez de verle a otro nivel de altura que el mío. Cuando ya empezó a caminar,
las escaleras era un asunto complicado todavía. Piernas rígidas y dejarse caer
si el escalón no era muy grande, que el juego de la rodilla no lo tenía
dominado aún. Cuando el escalón era grande necesitaba de las dos manos de mamá o papá para
bajar. A mí el tema me interesaba, porque cuando pudiera hacerlo solo iba a
poder llevarle en bici, ya que para sacarla necesitaba que él bajara solo las escaleras
del portal. No tardó, pero le seguía gustando que mamá le diera la mano: “mamá
te ayuda”, decía. Ahora de vez en cuando se apoya en la pared, si la hay. Otras veces
baja sin apoyo y entonces exclama: “¡Romeo baja solo!” lleno de alegría. La de
cosas que hacemos solos a lo largo del día, que nos han dejado de sorprender de
tanto repetirlas porque ya no encierran ningún misterio para nosotros. Esta es
otra cosa que me ha enseñado Romeo: sorprenderme de cada movimiento que haga mi
cuerpo, agradecérselo a la vida.
1 comentario:
Totalmente de acuerdo, la magia de nuestro cuerpo es sutil y poderosa al mismo tiempo. Y este post me ha recordado que tambien se nos cayo el carrito en los escalones del salon en El Escorial, no te acuerdas? Menudo soponcio!!!
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