“Yo no tengo por qué tener un tiempo para quedar contigo”. Me lo dijo cuando le comenté que necesitaba saber que de vez en cuando nos íbamos a ver, pues están tan ocupados que apenas tienen tiempo para estar conmigo.
Recuerdo al nacer mi hijo que mi
tía me decía que no le tuviera mucho en brazos para que poco a poco me dejara
hacer más cosas separada de él. Esa tía que nos prohibía leer cómics o que tiró
un dibujo de un nieto suyo a la basura porque no se parecía al modelo que le
había puesto. Era lo mejor. Recuerdo a mi madre diciéndome que antes los hijos se “tenían
como algo natural”. No entendí a qué se refería con lo de “algo natural”. Ahora
creo que lo entiendo: era una faceta más de la vida, como cagar o cualquier
otra necesidad (perdón por la comparación que me ha salido así espontánea sin
mala intención). Somos madres por muy diversas razones y por ello la maternidad
es única y diferente para cada persona. Y siempre creyendo hacer lo mejor. Somos hijos porque nos hacen o porque
así lo quiso el destino (cada cual con su creencia) y como cada uno es “de su
padre y de su madre” somos hijos de diferente manera.
Hay unas necesidades básicas,
legítimas, en todo ser humano que necesitan ser cubiertas en la infancia y si
no se cubren puede repercutir en la edad adulta. Esto es: alimento, movimiento,
protección, afecto, escucha, mirada, sentirse querido, tenido en cuenta,
valorado, respetado… Se encuadrarían en necesidades fisiológicas, de seguridad,
motrices, de pertenencia y amor, de estima y auto realización. O como dijo Javier
Cámara en El olvido que seremos, “las cinco A que necesita todo ser
humano para desarrollarse: agua, aire, abrigo, alimento y afecto”. La buena
noticia es que, aunque repercuta en la edad adulta, puede subsanarse conociendo
tu historia. Es decir, conociendo de dónde venimos podemos entender cómo vamos
y hacernos la vida más fácil.
No recuerdo ningún beso amoroso de
mi madre, tampoco ningún abrazo. Sé que me los debió dar porque tengo alguna
fotografía con ella pegada a mi moflete o de mí sobre sus rodillas… Pero a partir
de un momento de nuestra historia en común los besos y abrazos desaparecieron.
Un día le pregunté y me dijo que quizás habían dejado de besarnos y abrazarnos
por pudor. Sé, porque me lo han contado, que mi abuela era muy estricta con
ella, que le exigía mucho en el aprendizaje de las cosas de la casa. Sé otras
cosas de mi madre que me ha hecho comprenderla, entender la relación que tiene
conmigo y con el mundo en general. He entendido y aceptado que para mi madre soy
algo más, no quiere decir que no sea importante en su vida, pero ni mucho menos
lo más importante, ni siquiera me acerco a ello.
Desde mi prisma maternal no
entendía cómo una madre puede decir eso a una hija, que en su tiempo yo no
estoy contemplada. También me cuesta entender que una madre pueda abandonar a sus cuatro hijos,
como pasó en la película que vi ayer. Entre lo de mi madre y ésta caben otros
ejemplos de más a menos apego. El de menos apego que conozco a día de hoy es el
caso de Aurora Rodríguez que asesinó a su hija (creyendo también que era lo mejor). Leo hoy en un libro titulado Los
elefantes: “la red de relaciones constituye la fibra de la que está
compuesta la sociedad de los elefantes. Esas relaciones van desde el lazo más
fuerte de todos, el de la madre con su cría, hasta el mero reconocimiento entre
animales cuyos ámbitos raramente se superponen”. Me hubiese gustado tener
“paseos con mi madre” o “terapias familiares” de cine con ella, o meriendas
como tiene mi amiga Mari Jose…. Pero no las tengo. Tengo a una madre que está
ahí, aunque no la vea, ni la oiga, ni sepa nada de ella en mucho tiempo, pero
sé que si la necesito a veces está. Una madre que no me ha pegado nunca, una
madre que encuadernó mi primera novela, que me pagó un tratamiento muy costoso
contra el acné…
El otro día me llamó porque
necesitaba organizar su día y dependía de mí. Se sorprendió al escuchar que
estábamos en Irlanda: “ah, no lo sabía”. Yo pensé: claro, no te lo he dicho, por
eso no lo sabías. Creo que mi madre pretende que, desde la distancia que nos
une, le informe de ciertas cosas, que le haga un periódico de mi vida. Que le
ponga en titulares mis movimientos. Con eso le basta. Es incapaz de indagar en
mí. Si le digo que “mal” cuando me pregunta “qué tal” se queda igual que si le
dijera que “bien”. Por eso no fue de las primeras en enterarse que tuve cáncer
de mama. A mí no me sale mandar teletipos. No me sale hablar de mis cosas con
alguien que no tiene tiempo para mí, ni se interesa por mis cosas. He sido muy juzgada
por ello porque la sociedad penaliza siempre al “mal hijo” por el sentido de
obediencia y deber que se supone debemos al que nos ha creado, sin intentar
comprender esa relación materno filial.
Desde mi prisma filial no es de
mal hija ofrecerme a llamarla todos los días; cuidar a mi padre para que,
mientras, ella pueda ir al gimnasio; tender la ropa cuando veo que la tiene
acumulada; llevarle comida hecha; cocinar para ellos en su casa; proponerle
múltiples y variados planes, aunque me diga casi siempre que no…
Soy consciente de que es mi niña herida la que pide atención, aquella que no me dieron, aquellos besos, abrazos, miradas, escucha… que no dándome creyeron iba a servir para que yo me hiciera más fuerte e independiente, que era lo mejor. Quizás si me lo hubiesen dado antes ahora no echaría en falta tanto. O sí.
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