viernes, 28 de marzo de 2025

Maternidad

  “Yo no tengo por qué tener un tiempo para quedar contigo”. Me lo dijo cuando le comenté que necesitaba saber que de vez en cuando nos íbamos a ver, pues están tan ocupados que apenas tienen tiempo para estar conmigo.

Recuerdo al nacer mi hijo que mi tía me decía que no le tuviera mucho en brazos para que poco a poco me dejara hacer más cosas separada de él. Esa tía que nos prohibía leer cómics o que tiró un dibujo de un nieto suyo a la basura porque no se parecía al modelo que le había puesto. Era lo mejor. Recuerdo a mi madre diciéndome que antes los hijos se “tenían como algo natural”. No entendí a qué se refería con lo de “algo natural”. Ahora creo que lo entiendo: era una faceta más de la vida, como cagar o cualquier otra necesidad (perdón por la comparación que me ha salido así espontánea sin mala intención). Somos madres por muy diversas razones y por ello la maternidad es única y diferente para cada persona. Y siempre creyendo hacer lo mejor. Somos hijos porque nos hacen o porque así lo quiso el destino (cada cual con su creencia) y como cada uno es “de su padre y de su madre” somos hijos de diferente manera.

Hay unas necesidades básicas, legítimas, en todo ser humano que necesitan ser cubiertas en la infancia y si no se cubren puede repercutir en la edad adulta. Esto es: alimento, movimiento, protección, afecto, escucha, mirada, sentirse querido, tenido en cuenta, valorado, respetado… Se encuadrarían en necesidades fisiológicas, de seguridad, motrices, de pertenencia y amor, de estima y auto realización. O como dijo Javier Cámara en El olvido que seremos, “las cinco A que necesita todo ser humano para desarrollarse: agua, aire, abrigo, alimento y afecto”. La buena noticia es que, aunque repercuta en la edad adulta, puede subsanarse conociendo tu historia. Es decir, conociendo de dónde venimos podemos entender cómo vamos y hacernos la vida más fácil.

No recuerdo ningún beso amoroso de mi madre, tampoco ningún abrazo. Sé que me los debió dar porque tengo alguna fotografía con ella pegada a mi moflete o de mí sobre sus rodillas… Pero a partir de un momento de nuestra historia en común los besos y abrazos desaparecieron. Un día le pregunté y me dijo que quizás habían dejado de besarnos y abrazarnos por pudor. Sé, porque me lo han contado, que mi abuela era muy estricta con ella, que le exigía mucho en el aprendizaje de las cosas de la casa. Sé otras cosas de mi madre que me ha hecho comprenderla, entender la relación que tiene conmigo y con el mundo en general. He entendido y aceptado que para mi madre soy algo más, no quiere decir que no sea importante en su vida, pero ni mucho menos lo más importante, ni siquiera me acerco a ello.

Desde mi prisma maternal no entendía cómo una madre puede decir eso a una hija, que en su tiempo yo no estoy contemplada. También me cuesta entender que una madre pueda abandonar a sus cuatro hijos, como pasó en la película que vi ayer. Entre lo de mi madre y ésta caben otros ejemplos de más a menos apego. El de menos apego que conozco a día de hoy es el caso de Aurora Rodríguez que asesinó a su hija (creyendo también que era lo mejor). Leo hoy en un libro titulado Los elefantes: “la red de relaciones constituye la fibra de la que está compuesta la sociedad de los elefantes. Esas relaciones van desde el lazo más fuerte de todos, el de la madre con su cría, hasta el mero reconocimiento entre animales cuyos ámbitos raramente se superponen”. Me hubiese gustado tener “paseos con mi madre” o “terapias familiares” de cine con ella, o meriendas como tiene mi amiga Mari Jose…. Pero no las tengo. Tengo a una madre que está ahí, aunque no la vea, ni la oiga, ni sepa nada de ella en mucho tiempo, pero sé que si la necesito a veces está. Una madre que no me ha pegado nunca, una madre que encuadernó mi primera novela, que me pagó un tratamiento muy costoso contra el acné…

El otro día me llamó porque necesitaba organizar su día y dependía de mí. Se sorprendió al escuchar que estábamos en Irlanda: “ah, no lo sabía”. Yo pensé: claro, no te lo he dicho, por eso no lo sabías. Creo que mi madre pretende que, desde la distancia que nos une, le informe de ciertas cosas, que le haga un periódico de mi vida. Que le ponga en titulares mis movimientos. Con eso le basta. Es incapaz de indagar en mí. Si le digo que “mal” cuando me pregunta “qué tal” se queda igual que si le dijera que “bien”. Por eso no fue de las primeras en enterarse que tuve cáncer de mama. A mí no me sale mandar teletipos. No me sale hablar de mis cosas con alguien que no tiene tiempo para mí, ni se interesa por mis cosas. He sido muy juzgada por ello porque la sociedad penaliza siempre al “mal hijo” por el sentido de obediencia y deber que se supone debemos al que nos ha creado, sin intentar comprender esa relación materno filial.

Desde mi prisma filial no es de mal hija ofrecerme a llamarla todos los días; cuidar a mi padre para que, mientras, ella pueda ir al gimnasio; tender la ropa cuando veo que la tiene acumulada; llevarle comida hecha; cocinar para ellos en su casa; proponerle múltiples y variados planes, aunque me diga casi siempre que no…

Soy consciente de que es mi niña herida la que pide atención, aquella que no me dieron, aquellos besos, abrazos, miradas, escucha… que no dándome creyeron iba a servir para que yo me hiciera más fuerte e independiente, que era lo mejor. Quizás si me lo hubiesen dado antes ahora no echaría en falta tanto. O sí. 

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