viernes, 20 de julio de 2012

Romeo disfruta


Ayer fuimos a los chorros del Madrid Río. La abuela había llamado la semana pasada diciendo que le quería llevar, que aún recuerda la mañana que pasamos el año anterior cuando Romeo aún gateaba y se iba a los agujeritos por donde salía el agua para meter el dedo, o se sentaba en el borde para jugar con los envases de yogurt (por entonces aún no teníamos cubo ni pala). Su cara era más de interés y concentración que de otra cosa. Si se reía, solía ser porque yo me reía al mirarle. Pero el otro día Romeo era la felicidad danzando de un chorro a otro, cogiéndolos con la mano, taponando los agujeritos esta vez con el pie, tiritando de frío cuando salían los chorros flojos como los llamábamos para diferenciarlos de los altos y más calentitos. Yo me metí con él, la abuela se metió también y hasta el abuelo que no se había traído bañador ni chanclas se descalzó para contagiarse de los gritos de Romeo, los ojos que se le cerraban del agua, el chapoteo de sus piernecitas, la naricilla arrugada...
Observar a los niños mientras juegan, ver coches desde la terraza, chapotear en una piscina, los molinillos de papel de colores, ver un ventilador en movimiento, chupar pajitas, escuchar El Vals de Amélie y La Quinta Sinfonía de Beethoven, coger piedrecitas del parque, tapar tarros y botellas, dar vueltas a cosas, llamar al ascensor, coger los imanes de la nevera, meter palitos y pinceles en botes, llevar algo alargado en la mano, ver funcionar la lavadora, que termine de sonar el radiocasset y haga “click”, montar en metro, ver la luna, subir al ascensor, descubrir números, echar pan a los patos, sentarse sobre una pelota desinflada, ver coches amarillos, buscar círculos, triángulos y cuadrados, y ahora además los chorros del Madrid Río.

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