Dicen que el cerebro del
niño se desarrolla a una velocidad vertiginosa en los primeros años, que nunca más
volverá a ser así. En los primeros juegos con Romeo pude
comprobar que su memoria se estaba desarrollando, que cuando le ponía el Vals
de Amélie enseguida alzaba los brazos para que bailásemos juntos. Es la melodía
que más escuché durante el embarazo y al ritmo de la cual comenzamos a bailar cuando nació. Más tarde con las papillas de frutas observé que recordaba
el sabor del plátano porque cuando se lo enseñaba lo quería coger a toda costa.
Cuando empezó a hablar me di cuenta que aquello iba en serio, que la memoria de
Romeo crecía y crecía. Primero fueron las frutas, después los números, los
colores, las formas geométricas, las letras, los nombres de los amigos… Todo lo
asimilaba y cada vez me dejaba más alucinada. En ningún momento le
indiqué ni mostré nada, sino que él por propia iniciativa fue señalando cada
cosa por el orden de grupos descrito y yo le iba diciendo el nombre de cada una. Hace
poco me ha sorprendido con dos recuerdos curiosos y extravagantes: un armario
tirado en medio de la calle, que le expliqué alguien había dejado ahí porque ya
no lo quería y que al día siguiente como ya no estaba preguntó por él; y una
señora con un andador vendiendo cupones en la glorieta de Atocha que, igual, al
día siguiente cuando pasamos ya no estaba y preguntó por ella. ¿Qué final elaboraría
Romeo para aquel armario? ¿Y para la señora? Creo que ha empezado a elaborar su
lista particular de cosas que un día están y al otro ya no están.
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