Yo amo el queso. Su padre lo
odia. Cuando Romeo estaba en mi tripa nos preguntábamos si tendría los ojos
claros que tiene su padre o por el contrario los oscuros que tengo yo. Otra de
las preguntas que nos hacíamos era si amaría el queso o lo odiaría. Recuerdo el
primer contacto que tuvo Romeo con el queso cuando todavía, según el protocolo
médico, no podía tomarlo. Una niña le metió un pedazo en la boca, directamente,
y él lo tragó sin inmutarse: ni para bien, ni para mal. Recuerdo que
pensé: ¡Vaya, me han quitado la experiencia de introducir a mi hijo en el mundo
de los quesos! Después fueron los sándwiches de cumpleaños en trocitos que le
iba partiendo yo. Cuando íbamos a comer a casa de sus yayos, donde siempre hay
queso sobre la mesa, se lanzaba a por los mejillones y el queso ni lo miraba.
En casa de los abuelos hubo un día clave en la historia quesera de Romeo.
Cuando terminó de comer, desde su altura, vio que abuelos y mamá, sentados
todavía a la mesa, se pasaban de mano en mano algo con mucha devoción. Quiso
cogerlo y cuando vio que era queso, dijo: “no ke gusta el queso”. Antes había
probado de su mamá algún que otro pedazo sin mucha suerte. Y esta noche se ha
confirmado. He hecho la última intentona: quesitos. Que dijo mi madre que lo probara, que a mí de
pequeña me gustaban mucho. Le han dado arcadas al meterse la tortilla francesa
con quesitos que le había preparado su mamá. Ahora bien, todo cambia, todo se
transforma, como dice la canción de Drexler, así es que a lo mejor escribo también una entrada en este blog diciendo A Romeo
le gusta el queso. Ojos con queso saben a beso.
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