La primera vez que Romeo fue al
teatro le llevó su tía Amaya. Era el Teatro Fernán Gómez, una obra para bebés
decía el título. Romeo tenía algo más de un año. Nada más comenzar empezó a
llorar. Se tuvieron que salir. Demasiado oscuro y raro, dijo la tía. Tiempo después
le llevé a un espectáculo musical de casi hora y media en el que dos personas
disfrazadas cantaban canciones infantiles y amenizaban la sala haciéndonos
mover de aquí para allá. Romeo alucinaba; observaba casi sin pestañear sobre
mis piernas y a ratos bailando también. Hace poco su padre y yo le llevamos a
un teatro de títeres y estaba todo entusiasmado, que tiene un cuento en el que
aparece un teatro de títeres que repite y repite cada noche antes de dormirse.
Cincuenta minutos, se le hizo largo. Lo achaqué también a la hora, casi de su
comida y sueño. Este domingo pasado fuimos a otro teatro de títeres. Media hora
antes de entrar se duerme. Nada más acomodarnos se despierta y poco a poco va
descubriendo la preciosa historia que nos cuentan elevando su entusiasmo
conforme pasaba el tiempo: mira mamá, una piedra grande; mira mamá, un árbol;
mira mamá, la luna; mira mamá, una nube… Aparte, en casa, tenemos el guiñol
que le fabricó su yaya Charo. Qué risa le entra cuando el oso panda se cae al
suelo dando tres vueltas de campana mientras su mamá con voz de oso, que sólo
sabe él como es esa voz, grita.
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