Cuando Romeo cumplió un
año todavía no tenía dientes. Llevaba un montón de tiempo babeando y no parábamos de escuchar que eran los dientes. Parece que no nos quedamos tranquilos hasta que no le vimos una cosita
blanca arriba. Enseguida nos preguntamos por su limpieza. Nos dijeron, como
intuíamos, que cuando tuviera uno ya se debía limpiar. Después de todas y cada
una de las comidas, papá y mamá se lavan los dientes (a no ser que estemos fuera
de casa y se nos haya olvidado el cepillo, claro) y le ofrecen a Romeo hacer lo
mismo. Generalmente no es una actividad que le apasione, o quizás es una de esas
actividades que por la importancia que le damos sus papás, él se niega a hacerla
al principio. Aunque después casi siempre accede y gustoso se sube a la tapa
del wáter o a las piernas de mamá para descapuchar el cepillo, mojarlo, echarle
un “poquitodepasta” y cepillarse con brío los dientes de arriba, los de abajo y
hasta las muelas que ya tiene. Enjuagarse todavía no sabe, pero se monda de
risa cuando se lo ve hacer a su mamá. Al acabar lo coloca en su sitio. Si por
descuido o prisas se lo colocamos nosotros, se enfada y tenemos que sacarlo del
cesto. Entonces es cuando de nuevo me viene a la cabeza el lema de una escuelita
amiga: “adultos sin prisa, peques sin pausa”.
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