Todos los veranos reservamos una semana
de las vacaciones para ir a Garrucha. Quiero imaginarme ahora lo que ve Romeo desde
la ventanilla del coche cuando llegamos cada mes de junio. Edificios de color
claro, unos beis, otros rosáceos, que se levantan hacia el cielo azul hasta que
ese cielo azul se hace un único edificio color beis y blanco. En él hay muchas
terrazas. Una de ellas es la de los yayos, círcula,
como le gusta decir. En medio de los tres bloques que forman la urbanización
está la fuente donde mete siempre la mano. Alguna gaviota revolotea por
lo más alto siempre y cuando los cds colgados no las asusten. Arriba del todo,
en la azotea, está la piscina donde hace “anilisis” y otras peripecias
inventadas con su padre. Pero esto no alcanza a verlo ahora desde el coche.
Abajo la cuestecita en curva que tanto le gusta, por donde entramos antes de
abrir la verja. A continuación,
al lado de esta, la puerta granate del garaje que se va abriendo despacio hacia
un lado mientras Romeo sigue observando. Por la otra ventanilla, a su izquierda,
cerca de la carretera y en primer lugar están los contenedores de basura: uno
azul para mamá (porque le gusta el azul, diría él), otro verde para papá
(porque le gusta el color verde) y el amarillo para Romeo. Esa ha sido la
cantinela colorística de este verano. Tras éstos, las escaleras para bajar al
Paseo Marítimo. A su lado la rampa para descender también donde una vez se hizo
caca. Más allá, casi al borde del puerto, debería estar el puesto de helados, pero
ya no alcanza a verlo desde su sillita del coche. Por último, al fondo, descubre
el cielo entre los edificios y se pone la mar de contento imaginándose las olas
en él.
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