El tema de la comida suele ser
asunto importante en el mundo de los hijos. Hace poco mi cuñada me comentaba que
oír a un niño decir que tiene hambre le provoca una angustia terrible y quiere
como sea saciar esa necesidad al instante. Entonces pude entender cosas de ella.
Para mí también ha sido tema
estrella en el cuidado de Romeo. Aún recuerdo la primera vez que comió algo
distinto de mi leche: le hice una foto con la naranja entre las manos para
inmortalizar el momento. Poco a poco fue comiendo diferentes alimentos, según el orden
establecido por quienes nosotros considerábamos expertos o por nuestra
intuición.
Un día comió tarta. No recuerdo
cuándo fue porque no lo tengo anotado, pero sí creo recordar su cara de placer
absoluto. Con la cuchara en la mano agarrada como si fuera una maza con la
que aporrear el plato. Desde entonces se han sucedido varios cumpleaños y
celebraciones en las que ha comido
tarta. Nunca dice que no. Es más, el otro día en el cumpleaños de su amigo
Oskar, cuando vio el trozo de tarta que le habían servido, dijo que ese no, que
quería otro más grande. Pocas veces el juego ha vencido a sus ganas de tarta.
Hasta tal punto le gusta la tarta, que ahora le ha dado por decir que sólo le
gustan las cosas dulces y que las salchichas y las patatas fritas, que tanto le
gustan, son dulces. Siempre está con la
palabra "dulce" en la boca, ya sea desayuno, comida, merienda o cena. A veces me
he preguntado de dónde proviene el origen de esta obsesión: si del capítulo de
Pippi Calzaslargas en el que se atiborraba a dulce porque era lo prohibido o de la tan
preciada palabra "postre" en casa de los yayos. O ¿será de la tartera que, por
fín después de mucho desearla, me he comprado?
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