La primera vez que Romeo compró
fue hace algo más de dos años, en las Islas Baleares, de vacaciones veraniegas. Se asomó a una fuente y un turista extranjero que le vio, echó una moneda
al agua para que Romeo la cogiera. Conseguida la hazaña, me la enseñó todo
contento y en una tienda de helados dijo que se quería comprar uno. Así lo
hizo. Señaló el que quería de la carta de helados y pagó, como si de una película muda se tratara.
De un tiempo a esta parte le vemos especialmente interesado en
el dinero, y me parece curioso porque es justo cuando menos interesada lo estoy
yo. En la calle camina con la cabeza hacia abajo buscando monedas perdidas.
Cuando las ve en casa, de su padre o mías, quiere cogerlas a toda costa. Y cuando
consigue una moneda la sostiene en el puñito todo el rato hasta que finalmente
decide comprarse algo. En unas vacaciones recientes lo ha hecho un par de veces
con dos monedas atesoradas: una gominola con una y un par de chocolatinas con la otra. El otro día estaba empeñado en comprarse una bola sorpresa. Cogió un euro
de su hucha y permaneció con él hasta que, cansado ya de llevarlo, me pidió que
se lo guardara. Cuando creía que se le había olvidado el asunto me lo recordó:
ahora mamá, tenemos que parar donde las bolas sorpresa como hemos hablado
antes, ¿eh? Le cayó un coche de plástico malucho. No me pude morder la lengua y
le dije que vaya pérdida de euro, sin atender a lo hablado en una tutoría sobre
el acompañamiento en el tema del dinero. Al parecer para los niños de su edad es un juego
más y no pueden entender todavía que se gane trabajando, ni que ellos por ser
niños son dependientes en este sentido. Un día que un amigo suyo le regaló un
euro, lo vimos exagerado y creímos oportuno avisar a los padres del niño por si
era un error. Pero su amigo estaba muy convencido e insistió, y Romeo tan
contento. De nuevo, Romeo me recuerda que el dinero es un juguete más dentro
del juego de la vida.
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