Ayer un amigo de Romeo me pidió
que le columpiara. Acto seguido dejé mis cosas en el suelo y me dispuse a
hacerlo, cuando vi que se estaba columpiando él solo y al lado estaba mi hijo
también haciéndolo. Por un momento pensé: magia, si yo no he hecho nada… Luego
me acordé de que ya sabían. Hace tiempo que aprendieron. Todavía
tengo en mi cabeza escenas de los dos columpiándose en un jardín sueco lleno de
margaritas blancas y mucho verde. Retrocediendo más en el tiempo me acordé de la primera
vez que Romeo se columpió, con su amiga María, en los columpios de la
urbanización donde yo viví mi adolescencia. Fue María la que le enseñó, o Romeo
el que vio a María y aprendió. Después
de ese día a su padre y a mí nos parecía increíble ir a los parques y no tener
que empujar a nuestro hijo para balancearle. Pero ayer quiso de
nuevo que yo me convirtiera en mamá-empuja columpios y tuve que hacerlo. Yo
volví a pensar que mientras me ponía fuerte, meditaba, me iluminaba con la sonrisa
de mi hijo… A veces se me olvida que Romeo ya sabe hacer cosas y se las hago. Otras veces se le olvidan a él. Y es que
esto de crecer es como el vaivén de los columpios: unas veces viene y otras se
va.
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