Este fin de semana hemos estado
con amigos en una casa rural. A ratos los niños jugaban en el jardín mientras los
adultos estábamos en casa. En uno de esos ratos Romeo pegó un grito que
hizo que Carlos y yo bajáramos las escaleras sin apoyar los pies en el suelo,
una de las niñas se tapara los oídos hasta cuando ya había dejado de gritar y
la adulta, que había ido a dar un paseo al pueblo, viniera corriendo. La causante
del grito estremecedor era una astilla que se le había clavado en el dedo
pulgar. La sacamos, no limpiamos y un día después asunto olvidado.
No fue así con dos accidentes ocurridos hace tiempo. Uno en el que Romeo se estampó contra el suelo bajando una cuesta en
bicicleta. El recuerdo del dolor y el miedo le duró cerca de un año. Y otro, el
que todavía no olvidamos su padre y yo. Una fiesta de la espuma. Romeo se pone
el bañador y me pide las gafas de agua. Yo me sorprendo y le digo que no, que
las gafas de agua no se las he traído. Su padre observa de cerca cómo se
introduce en la espuma junto a más niños. Yo, de lejos, observo detrás del
objetivo de mi cámara para inmortalizar uno de los instantes que espero de
salida eufórica y triunfal. En vez de eso, Romeo sale envuelto en jabón de
color rojo. Se ha tirado de cabeza porque creía que, como en la piscina, en la espuma también
flotaba y se ha partido la barbilla. Su padre salta y le rescata. Yo coloco las
escenas en mi cabeza y creo que voy a romperme por dentro. A día de hoy
colocando estas palabras siento todavía escalofríos.
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