Recuerdo una vez que mi padre A
vino a comer a mi casa: cocido, creo que hice, y de postre buñuelos de viento.
De esto último estoy segura porque no los había hecho nunca y le
encantaron. Después ha habido otras invitaciones,
pero no ha venido. Antes me preguntaba por qué no venía. Pensaba que a lo mejor no estaba tan a gusto como en su casa. Que como duerme la siesta después de comer… Antes me perdía en los remolinos de mis
pensamientos y me sentía mal. Ahora acepto mejor ese no querer y no pienso nada. Cuando me independicé me hacía ilusión invitarles a mi casa,
mi hogar, mis cosas… aunque no vinieran casi nunca. Ahora, quizás, por las costumbres
adquiridas u otros asuntos, no me apetece.
Esto es algo que también he
hablado con otras personas. Hablar de ello satisface, en parte, mis necesidades relacionales y de identidad: pertenezco a un grupo. Parece que hay una clase de abuelos que hacen eso: recibir a sus hijos con nietos en casa,
centro de operaciones y visitas familiares, y no ir nunca a casa de los hijos.
A veces pienso que es como una dificultad manifiesta de aceptar que tu hija o
hijo tienen una familia independiente de la que ellos formaron. Otras, pienso que es sólo por comodidad… Y otras no
pienso, que es mi propósito actual. Imposible saberse de las historias
personales de cada uno, ni siquiera la nuestra podemos conocerla al
completo.
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