Cuando éramos pequeñas, calculo
que hasta que fuimos al Instituto, mi padre A nos cortaba el pelo. También después,
pero ya sólo eran arreglos: un flequillo, un largo…
Todo empezó hace mucho tiempo
cuando mi tío abuelo y tías abuelas regentaban sendas peluquerías de señores y
señoras en un pueblo de Sevilla. Mi padre niño zascandileaba por allí cogiendo
peines cuando se lo permitían o no le veían, subiéndose a los sillones de
barbero, mirando… Y así, poco a poco, se le fue quedando este oficio, este
arte de esculpir cabelleras, en la sesera. Más tarde lo practicó con nosotras.
Cada vez que nos cortaba el pelo, la vecina nos preguntaba si ya nos habían puesto el casco. Nosotras íbamos tan contentas con nuestro corte a lo
tazón. El ritual nos gustaba, aunque a veces la tijera nos rozaba la oreja y
teníamos miedo de que se le escurriera y nos quedáramos como aquel pintor.
Hace un año quise recordarme de
niña y mi peluquera Ross me hizo el tazón. Ross también se lo corta a Romeo
cuando se deja o su padre no ha podido cortárselo, pues seguimos con la
tradición.
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