lunes, 5 de noviembre de 2018

A cuenta



Este sábado pasado me he dicho que no voy a volver a ir a una sesión de cuentacuentos. Llegamos tarde y nada más entrar me sacudió la voz histriónica del narrador. Observé a Romeo. No hizo ningún amago de querer acercarse a escuchar. Se dedicó a buscar cómics por la librería. De vez en cuando, alguna apelación a un niño ocurrente para que se callara. Al final, publicidad manifiesta del cuento que acababan de contar. Nada que ver con la exposición magistral de Pep Bruno hacía unos días. Quitando los guiños a la política, que para mí sobraban. Pues lejos de atraparme (como quizás pretendía hacer con los adultos), me alejaban. La contada de Pep Bruno me pareció maravillosa.  Me remitió a esas sesiones que imagino de antaño, de cuentos a la luz de la lumbre, en las rodillas del abuelo, en la sobremesa de una comida suculenta… Es decir, contar por contar. Por el simple placer de querer compartir una historia con alguien, porque esa historia te apasiona y necesitas comunicarla para satisfacer esa necesidad humana.
Mi madre A es contadora. Ella no cuenta cuentos, sino historias de la gente. Recuerdo una comida en casa de mis padres un día. Silencio entre cuchara y cuchara. Otras veces, Romeo hablaba.
Mi madre: la tía María ha estado en Alemania. Dice que les ha gustado mucho todo.
Romeo: mira qué grano, abuela.
Mi madre: ya veo ya. Pues el hijo de fulanita ha tenido un montón de granos.
Y así a cada rato: una historia cada vez que se producía el silencio o que nosotros le contábamos algo nuestro.
Hasta hace nada mi madre contadora me incomodaba. ¿Cómo puede ser que cada vez que le cuente algo mío tenga una historia igual debajo de la manga? me preguntaba. Ahora, quizás, a raíz de mezclar cuentacuentos con sesiones reflexivas sobre ellos, ya no tanto. La necesidad de contar no es la misma para todos. Tampoco la necesidad de ser escuchada.  

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