Siempre noté una
tendencia en mis padres no muy distinta a la que percibo en muchos
adultos. Tendencia a escolarizar la vida. Es decir, convertir cualquier
actividad, cosa, situación en términos colegiales. Pongo un ejemplo. Romeo
contestó con un “yes” a algo que le dijo mi madre A. Enseguida ésta le preguntó:
¿has empezado ya las clases de inglés? Es cierto, que por desgracia (yo lo veo
así), los niños y niñas de este país (hay otras opciones, pero todavía esta es
la habitual) permanecen muchas horas de su día en el colegio. Cinco horas está
Romeo en el colegio. Pero el día tiene veinticuatro horas, es decir que en el
colegio está aproximadamente la quinta parte del día. Por qué no se le
pregunta nunca por esa otra parte. Cuatro quintas partes de día por las que
generalmente no se pregunta, como si no existieran. Recuerdo una conversación
con su primera tutora del colegio, en la que me decía que el colegio tenía que
estar interrelacionado con la vida. Efectivamente, pensé, todo es vida, todo
está interrelacionado, pero de ahí a querer que sus inventos los muestre en
clase, que sus amigos sean sólo sus compañeros de colegio, que
hablemos de los temas que están dando en clase a la hora de la cena… Escolarizar
la vida es vivir en un continuo “preparados, listos…” Donde el “¡ya!” nunca
llega, donde la vida nunca se vive. ¿Por qué estaremos tan pre-ocupados por el
futuro si el futuro no existe?
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