Un día fuimos a comer a casa de
mis padres, caldo de encuentros y desencuentros, donde recolecto historias y
reflexiones, y sucedió lo siguiente.
Estaba la paella lista para servir
en el centro de la mesa y los comensales, que éramos Romeo, mi madre, mi padre
y yo, sentados alrededor preparados para comer.
-¿Me puedo servir? Pregunté a mi
madre.
-Sí, claro. Me dijo.
Acto seguido, serví a mi hijo Romeo para
que se le fuera enfriando en el plato, y después puse en el mío.
-Yo también como. Dijo mi padre A con tono de enfado.
Me senté sin decir nada y me puse
a pensar, como hago con este tipo de sucesos últimamente. ¿Por qué me tiene que
decir eso? Ya sé que él también come. ¿Le ha molestado que no le sirva?
Muchas veces prefiere servirse él. ¿Ha visto que le servía a Romeo y que a él
no, y se ha ofendido? En fín, cada uno con
sus cosas. No he hecho nada malo. Me niego a pensar que he hecho algo
equivocado, aunque él se sienta así. Si se ofende, será cosa de sus fantasmas. He preguntado y acto seguido, he hecho lo que creía debía
hacer.
Las comidas familiares son como los patios
de colegio, como los congresos de los diputados, paellas de cultivo.
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