“No me gusta la actividad de Huerto ahora. Siempre es lo mismo: cogemos las herramientas y a trabajar en la
tierra. Un rollo.” Esto fue lo que Romeo me comentó cuando le dije que este
viernes era el último día de Huerto de este año en el colegio. Me dio pena.
Otra cosa más, pensé, que se transforma cuando van creciendo. Una actividad que
comenzó, creo, como algo lúdico (y que está de moda) en la que cada día había una propuesta creativa
y Romeo disfrutaba, se ha convertido en algo tedioso que no le gusta pero le
obligan a hacerlo. ¿Por qué?
Mientras intento responderme, se me vienen a
la cabeza muchos mitos: como el del esfuerzo y sacrificio, que dice que a veces
hay que hacer cosas que no nos gustan. Las niñas/os (además de todos los
contenidos que tienen que aprender - y que no aprenden- porque alguien lo
quiere) tienen que asimilar eso, que la vida no es un juego. Tan poderoso
como una religión, este mito aún campea a sus anchas por ahí. De tal manera que
el esfuerzo se ha convertido en un valor (te esfuerzas por aprender lo que
alguien quiere que aprendas), cuando en realidad no es algo por lo que
tendríamos que estar orgullosos, pienso, pues surge cuando te estás oponiendo a
una fuerza, a tu propia fuerza que te dice quién eres y lo que tienes que hacer.
Imagino que las mentes pensantes
que llevan la actividad de Huerto habrán calculado que ya está bien de jueguecitos, que ahora deben aprender cómo se lleva un huerto de verdad les guste o no. Como con todo
lo pensado sin y contra los niños/as. La lectura, por ejemplo, que les inyectan
en Infantil a través de juegos con letras y palabras, y poco a poco se convierte
en un acto obligatorio porque sí, porque el que lo dice se ha
esforzado mucho para estar delante de esa niña o niño y así se venga, porque la
vida es dura… y encima hoy estoy de lunes.
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