Este verano, uno de los días que
fui a comer a casa de mis padres, volví a presenciar una escena que se repite
día sí y día también. Mi padre A vigila todos los movimientos de Romeo.
Supervisa sus modales en la mesa y a la mínima falta (según su criterio) interviene.
Acomete con tal desprecio hacia mi hijo, su nieto, que yo me quedo estupefacta. Me
pregunto dónde guarda todas esas
atenciones, gracias y confidencias que le dedica de vez en cuando. Donde
quedaron las ternuras y carantoñas propiciadas cuando era bebé. No entiendo su
comportamiento de ahora hacia su nieto. Como una película que se fuera
solapando a otra, veo al trasluz escenas de mi niñez sobre ciertas escenas de la de Romeo.
Así fue:
Mi padre A a Romeo: ¿eres manco?
Romeo con el brazo izquierdo bajo
la mesa ni se inmuta. No sabe que a su abuelo A le gusta ver a los comensales
que le acompañan con los brazos rígidos sobre la mesa. No soporta ver lo
contrario. Pero a Romeo, intuyo, nadie se lo ha explicado. A mí tampoco me lo
explicaron, pero a fuerza de correcciones y gritos lo aprendí.
Podría seguir poniendo ejemplos pero mi memoria protectora los borra. Prefiero rebuscar en los bolsillos de la bata de mi padre, a ver si le queda algo de ternura para Romeo.
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