Nunca he leído tanto como trabajando
de taquillera. De niña descubrí este invento. Me dio tiempo a devorar las
historias de Los Cinco, La Historia Interminable, Momo y poco más, pues luego, aunque seguía
devorando, no fue con placer y el verbo leer (como he leído por ahí) no admite
el imperativo. Tenía tanto que leer obligada, que el deber no dejaba paso al
placer. Terminé aparcándolo. Pero siempre esperó ahí. Cuando me hice adulta lo
rescaté. Me di cuenta que sólo me apetecía leer. Así es que me empeñé en
encontrar un trabajo que me lo permitiera. Probé varios, pero casi todos me
exigían esfuerzo intelectual que luego minaba mis fuerzas para la lectura y creación.
Por entonces también había rescatado la capacidad de crear del baúl de los
recuerdos de mi infancia. Quería llegar a casa despejada y con mucho tiempo
para poder leer y escribir. O mejor al revés, leer y escribir para luego
trabajar. Lo conseguí: “escribiendo conseguí una vida para escribir”.
Llevo años leyendo en el Cine. He
desarrollado esta capacidad humana de tal forma que puedo leer aunque a mi lado
estén festejando con risas o salgan disparos de las salas. Leo en silencio, en voz
alta, sentada, de pie. Leo con la máquina de los hielos meciéndome y como música ambiental el ruido de las palomitas haciéndose. Como tuve
que aparcar muchas lecturas de niña, dejar el libro para hacer otras cosas a veces me
cuesta. Sin embargo, leo interrumpiendo mi lectura para atender clientes. Leo
entre líneas si la historia escuchada supera mi interés por la historia leída. A
veces me he apoderado de historias muy interesantes escuchando entre líneas.
Es entonces cuando me digo que leer una vida contada es como
escuchar una vida escrita, que escuchar la vida es leer el mundo. Cada persona es como un libro abierto, dicen por ahí también, y cuando termina de contarme su historia meto de nuevo la cabeza entre las páginas de mi libro.
¡Qué bello es el cine!
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