Acabamos de llegar de un viaje donde hemos disfrutado de la estancia en un hotel con espectáculos nocturnos. Uno de ellos lo titulaban “silent party”. Consistía en ponerte cascos para escuchar música y bailar, de tal manera que si no te los ponías estabas en una discoteca silenciosa. La experiencia era algo extraterrestre: gente bailando en la penumbra con luces en la cabeza. Había tres colores diferentes dependiendo de qué música estuvieras escuchado: pop, reguetón ó éxitos. Así las cabezas se iluminaban con colores distintos y los cuerpos se movían a ritmos y movimientos diferentes. De vez en cuando se oía algún sonido: interjecciones, estribillos completos… lanzados al unísono al aire.
Observé desde el silencio y también me puse los cascos para probar los tres colores. Pensé que ojalá en mi época de discotecas hubiera existido aquello, pues no me gustaba bailar mucho y tampoco podía hablar con nadie porque había que gritar para entenderte y acababas con dolor de garganta. Con lo cual me aburría bastante en aquellos espacios. Pensé también que muchos locales ahorrarán en sistemas de aislamiento acústico con dicha técnica. Sin embargo, algo no me cuadraba… Nos pusimos los cascos un buen rato mientras jugábamos a las cartas sentados alrededor de una mesa redonda y sentí aislamiento, distancia de los míos. Pensé en la gente que va por la calle con los cascos puestos. Cada vez veo más. Cada vez me resulta más difícil preguntar la dirección a alguien cuando me pierdo o no encuentro un sitio porque cada vez veo más pinganillos en las orejas y más orejeras en las cabezas. Muchas veces he pensado en ponerme cascos mientras camino, pues me desplazo caminando muchísimas veces y pienso que podría ser un momento aprovechable para escuchar algo, pero al final desisto. Me gusta escuchar el sonido de la calle. Me agobia no poder escucharlo si me pongo cascos con música o algún podcast, me siento desconectada.
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